RELATOS DOMINICALES – Retrato en altar de muertos

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Miguel Valera

Ana Karen ha puesto la foto de mi hermano Pancho en el altar de muertos. La imagen me sorprende. Este es el primer año que tengo a un familiar tan cercano en ese espacio íntimo, de memoria, de destino. En la víspera de Todos Santos y Día de Muertos, pienso en lo que escribió Octavio Paz: “El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambos son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida”.

Antes de viajar de Tijuana a Veracruz, como cada año lo hacía, acompañado de su esposa Angélica, Pancho habló con su hermano Benito y le pidió un “caldo de huevinas”. Nacido en Tateno Ixtacamaxtitlán, Puebla, llegó de la mano de sus padres y su hermana Blanca a tierras veracruzanas, donde aprendió a amar el mar, el río La Antigua y la generosidad de sus aguas. “Íbamos a ir de pesca al río, allá por San Pancho”, me dice Benix.

“En la congeladora le tengo crucetas, mangos, tismiche —huevas de pescado como el bobo, camarón y cangrejo— que hoy pensaba guisarle para que mañana desayunaran unas empanadas”, añade, mientras se nos quiebra la voz. Él llegará pero ya no podrá comerse un coco, ni probar un caldo de robalo, ni echarse un whisky o una caguama con sus hermanos. Se fue, sí, pero creo, que se queda para siempre hasta donde la memoria nos alcance.

Vi pasar la muerte de cerca cuando apenas era un niño y despertaba a la conciencia, acompañando a mi madre a la tierra donde nació. Nos subimos en un tren en El Salmoral y nos bajamos en Libres o Cuyoaco. Yo tenía hambre. Mi madre compró unas gorditas rellenas de alberjón y otras de asiento de chicharrón. No sabía que se llamaban tlacoyos o tlayoyos. Encontramos a la abuela Teodora agonizante, con su cabeza blanquísima y el rostro cenizo. 

Muchos familiares y amigos se han ido, ¡pero nunca un hermano! A pesar del dolor, su esposa Angélica y sus hijas Laura y Zulma, han sido fuertes y han festejado su vida, sus emociones, el cariño que les prodigó, sus enseñanzas y su eterna sonrisa. Ya no podrá ver a su nieto Máximo, pero su luz lo iluminará para siempre. Así lo escribió su hija: “una lumos maxima por mi papá”, “tengo la certeza en mi corazón de que tu espíritu y tu alma están bien, y estoy muy tranquila por eso”, “Sé que jamás tuviste temor por la muerte y siempre hablabas de trascender así que estás en otra parte siendo un ser de luz como lo fuiste aquí”.

Sí, como en Harry Potter, que ese conjuro de encantamiento, ese destello de luz blanca, brillante, de la varita mágica de la vida, dure para siempre, en nuestra memoria y en nuestro corazón, porque, como escribió el poeta griego Constantino Cavafis, su camino fue largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias; muchas fueron las mañanas, de placer y alegría, llegando a puertos nunca antes vistos. Llegó a su destino, pero enriquecido de todo lo que ganó en el camino. 

En Todos Santos y Día de Muertos, pensemos en la vida, amemos la vida y disfrutemos la vida. Llegar a Ítaca es nuestro destino y eso no se puede cambiar, pero disfrutar la vida, ¡eso sí está en nuestras manos! Y con ese espíritu, pensemos en lo que escribió otro poeta, Francisco Morosini, y que aquí ya hemos referido: “¡Los muertos que amamos no morirán!”.

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